Columna de Bárbara Eytel Pastor: De la invisibilidad y la naturalización de la violencia: una historia de muchas

Margarita Ancacoy caminaba por calle República en Santiago a las 5 de la mañana del 18 de junio. Iba rumbo a su trabajo: hacía aseo en oficinas de la Universidad de Chile. Como la de muchas otras mujeres su labor era invisible por los horarios y sus funciones. El oficio que realizaba, además, es ejercido fundamentalmente por mujeres, ya que es una proyección del trabajo doméstico. Era de Freire, de La Araucanía. Caminaba sola por Santiago, ciudad ajena, como lo hacen muchas trabajadoras: a tempranas horas de la madrugada, solas o cargando niños para entregarlos en salas cunas o jardines infantiles, caminando con frío o con lluvia para ahorrarse algo de dinero. Es probable que caminara con miedo –así como las otras- a la violación, al asalto, a la vulneración.
Pienso en ese tránsito diario de Margarita (y en el de las otras) y en su invisibilidad. En ese caminar a oscuras, sola, apurada. Pienso también en las que esperan la locomoción y recorren kilómetros y están horas de su vida diaria en una micro (urbana o rural) o en el metro en Santiago. Imagino ese recorrido diario para trabajar por sueldos mínimos, con condiciones laborales precarias, con cansancio. Luego, de regreso al hogar, desarrollan las labores domésticas y el cuidado de la familia, porque ésas siguen siendo tareas principales de las mujeres, asumidas por ellas, su entorno y la sociedad aún como si fuesen parte de “lo natural”. Lo que nosotras debemos hacer.
Margarita murió lejos de su tierra, asesinada brutalmente. ¿Cuántas mujeres dejan sus territorios, sus comunas, para poder encontrar algún trabajo que les permita mejorar su calidad de vida y la de sus familias? Esa vida que ya es compleja en comunas con alta ruralidad, como la mayoría de las comunas de nuestra región, en donde es necesario emigrar para pensar en un futuro mejor como el que se muestra en televisión o como el que cuentan otras mujeres que han salido del campo a trabajar a Santiago o a Temuco.
Nos duele su asesinato, pero también deben enfurecernos la naturalización de las inequidades y las desigualdades que llevaron a Margarita a abandonar su tierra y a trabajar en esas condiciones. Y, más que ello, hacer que las personas no dejen sus territorios por falta de condiciones dignas de trabajo, educación y salud. Así también, como sociedad debemos avanzar para que las mujeres estén seguras en todos los espacios: en la casa, la calle, los espacios educativos y comunitarios, el transporte, el trabajo.
La historia de Margarita es la de muchas, repetida por generaciones y que – de no alcanzar un profundo cambio cultural- continuará ocurriendo. Si no, Margarita pasará al olvido. Y luego será otra mujer y después otra. Mujeres en ciudades propias y ajenas, caminando en la oscuridad, siendo violentadas sexualmente, golpeadas y asesinadas. Algunas historias continuarán siendo invisibles. Otras, las más trágicas, ocuparán titulares.
Por eso, cuando pensamos en este país y en cómo lo estamos construyendo, es necesario comprender que hay muchas mujeres que están expuestas diariamente a riesgos de este tipo y porque hoy no existen las condiciones para que puedan trabajar y desplazarse a su trabajo de forma rápida, cómoda y segura. Porque nuestras ciudades ubican a las trabajadoras de los quintiles más bajos en determinados espacios y territorios, y porque también el transporte, la iluminación, las horas de ingreso y salida del trabajo son más complejas y duras para ellas. Y porque a ello se suma que comparten con las mujeres de otras clases la violencia de género, la brecha salarial y los bajos niveles de incidencia en espacios de participación social y política.
El desafío es pensar los espacios también con perspectiva de género y clase, para que la vida de las mujeres sea valorada, respetada y su trabajo sea reconocido, digno y seguro. Porque las mujeres queremos ciudades seguras, pero también una cultura que no naturalice la violencia y todas las brechas y discriminaciones que vivimos. Una sociedad en donde ser mujer, inmigrante, de pueblo originario, trabajadora, jefa de hogar, de la diversidad sexual, no sea impedimento para alcanzar la felicidad, la dignidad y el reconocimiento de la comunidad. Y si quienes planifican la gestión del territorio y su dinámica económica y sociocultural no incorporan estas reflexiones y enfoques, no lo lograremos. Es urgente pensar en cómo construimos los territorios, las ciudades y los barrios, cómo promovemos sus usos, las interrelaciones entre los espacios, las instituciones y las personas, e incluso su simbolismo cultural, ya que ello impacta de manera diferente a hombres y mujeres. Muchas veces eso puede hacer la diferencia entre vida y muerte.